Los siete pasos de la alquimia


En la época del rey Arturo no había otra búsqueda que despertara más pasión que la búsqueda del Santo Grial (según la tradición, el Santo Grial fue el cáliz que usó Jesús en la última cena)

Cada uno de los caballeros de Arturo soñaba con obtener ese esquivo trofeo que traería al rey la protección y la bendición de Dios. Era común encontrarse con caballeros que hacían penitencia para recibir una visión del Grial, y los artistas competían entre sí para pintar una imagen de la

Última Cena más espléndida que la anterior.
“Es casi imposible convencer a los mortales de que las aventuras no se emprenden en busca de cosas externas, por sagradas que sean”, le había dicho Merlín a Arturo una vez. El rey recordaba esas palabras siempre que la fiebre del Grial alcanzaba su punto máximo, lo cual solía suceder durante los largos y oscuros meses de invierno, cuando los caballeros caían presa del aburrimiento y el desasosiego.

Los más jóvenes, en particular, vivían impacientes por viajar a Tierra Santa o al castillo de Monsalvat o a cualquier otro lugar, mítico o real, donde pudiese estar guardado el Grial.
El rey se mantenía alejado de todo ese fervor. “Si desean ir...” decía arrastrando la voz. “¿Qué? ¿No crees en el Grial?”, preguntó Sir Kay impetuosamente.

Considerado hermano del rey desde antes de que Arturo retirara la espada de la piedra, Kay se tomaba libertades que nadie más se atrevía a tomar.
“¿Creer? Imagino que tendría que decir que sí”, replicó quedamente Arturo, “pero no de la manera como tú piensas, no de la misma forma como tú crees”. Esa respuesta era demasiado sutil para Kay, quien se mordió los labios para no hacer una pregunta más insolente.

“¿Es real el Grial, mi señor?”, dijo Galahan en un tono mucho más suave. “Preguntas como si creyeras que lo he visto”, dijo Arturo. “Yo no sé si creerlo”, tartamudeó Galahad, “pero circulan rumores”. “¿Qué clase de rumores?” “Sobre Merlín.

Se dice que él mismo trajo el cáliz desde Tierra Santa, donde había permanecido oculto durante muchos siglos”.
Arturo reflexionó sobre eso unos segundos y dijo: “Al igual que todos los rumores, hay una pizca de verdad en éste”. Hubo un movimiento entre todos los presentes, porque era la primera vez que el rey admitía conexión alguna con el codiciado tesoro. Pero después Arturo guardó silencio. Una noche al comienzo de la primavera, cuando el hielo despejaba los campos y los junquillos brotaban entre las rosas marchitas de Navidad, se veía una hoguera a gran distancia de los muros del castillo.

Alrededor de ella estaban Sir Percival y Sir Galahad, quienes habían prometido partir juntos a un retiro santo. Era demasiado pronto para internarse en la espesura del bosque, donde las últimas nieves del invierno todavía formaban montones sucios bajo la sombra de los árboles, de tal manera que los dos caballeros oraban y ayunaban al abrigo de una pequeña tienda que se alcanzaba a ver desde la recámara del rey.


“Una vez pensé que mi sueño de conseguir el Grial era un capricho ocioso”, comenzó Percival. “Todo caballero desea ser el primero entre campeones, pero durante años le di la espalda a mi deseo por considerarlo juguete de mi orgullo. Pero te digo, Galahad, que mi alma arde por esa cosa “El rey dice que no es una cosa”, le recordó el joven. “También dice que Merlín lo trajo a Inglaterra. Tú mismo lo escuchaste, ¿no es así?”

La voz de Percival insinuaba un desafío y Galahad se limitó a asentir con la cabeza. “Algunas veces, la penitencia y la oración encienden más fuegos de los que apagan”, pensó. Galahad debía admitir ciertamente que compartía el deseo ardiente de Percival.
“Si hay alguien destinado a capturar el Grial, seguramente es uno de nosotros”, dijo tirando al fuego unas ramas secas de avellano y observando cómo se avivaba.

“Somos el único grupo de caballeros que vive verdaderamente para proteger la paz y no para asolar el país y sembrar el terror. No se si mi corazón es lo suficientemente puro para alcanzar el Grial —no soy tan vanidoso o estúpido como para creer que ha de caer en mis manos — pero mi corazón continuará adolorido mientras no lo intente”.


En ese momento escucharon el ruido de pasos que avanzaban sobre la delgada capa de hielo que todavía cubría el suelo de los alrededores. Se pusieron alerta, esperando que el extraño se identificara, cuando una voz ligeramente burlona dijo: “No teman y les ruego que me permitan pasar. Necesito el calor del fuego, si fueran tan amables de compartirlo”.


Percival miró a Galahad y luego le habló a la oscuridad: “Vete y enciende tu propio fuego. Somos dos caballeros en retiro y no debemos entrar en contacto con las impurezas del mundo durante un tiempo”. La respuesta fue una risa burlona.
“¿Que encienda mi propio fuego, dices? Entonces eso es lo que haré”. No acababa de pronunciar esas palabras cuando Percival se paró de un salto al sentir que el suelo se encendía en llamas bajo sus pies.

Galahad miró asombrado a su alrededor y se vio encerrado en un círculo de fuego que había brotado del corazón helado de la tierra. Antes de que pudiera proferir palabra, una figura alta, esbelta como un pino añoso, atravesó las llamas y se paró sobre ellas.
“Merlín”, dijo Galahad, tratando de contener sus emociones. “¿Qué te trae por aquí después de tan larga ausencia?” “No tu insolente amigo”, replicó Merlín, mirando de reojo a Percival, quien hacía grandes esfuerzos por mantener el mínimo grado de dignidad que puede mostrar un hombre a quien se le quema la espalda. “Siéntense, siéntense”, dijo el mago.

Percival sintió que el embarazoso dolor desaparecía y se sentó al lado de Galahad, al frente de Merlín. Ninguno de los dos lo había visto jamás, pero la descripción de Arturo había sido perfectamente fiel, hasta en lo que tocaba a las viejas y raídas zapatillas de cuero negro.
“No se queden mirándome”, dijo Merlín. “Estoy pensando”. “¿En qué?”, preguntó Percival. “Y no me interrumpan”, fue todo lo que respondió el mago. Al cabo de unos momentos se suavizó su expresión un tanto gélida. “Sí, creo que dices la verdad. Ahora el único problema es saber qué hacer con ella”. “¿La verdad sobre el Grial?”, preguntó Galahad. “Claro que deseamos emprender esa búsqueda”. Merlín lo miró con aprobación.

“Me reconociste sin necesidad de tontas presentaciones y ahora estás cerca de leerme la mente. Muy prometedor”, dijo. Por su natural modestia, Galahad agachó los ojos esperando que Percival no le envidiara ese halago inesperado.
“Su rey habló acertadamente”, dijo Merlín. “El Grial no es un objeto tras el cual puedan cabalgar como en la cacería del zorro. No está hecho de oro o gemas y, por lo tanto, de nada serviría acapararlo en secreto.

Y poseerlo no confiere la bendición de Dios, como tampoco no poseerlo”.
Percival, que se sentía cada vez más impaciente, finalmente interrumpió: “¿Cómo puedes decir eso? El Grial debe conferir la bendición de Dios Merlín lo calló con una mirada severa. “Mi querido zoquete, si todo este mundo es creación de Dios, cómo podría una parte de él, por distante, pequeña o insignificante que fuera, ser menos bendita que otra?” “Pero el Grial existe, ¿no es así?”, preguntó Galahad. “El rey nos dijo que tú lo proteges”. Merlín asintió. “Protejo lo que no necesita protección, oriento la búsqueda que no conduce a ninguna parte y, al final, estaré ahí cuando ustedes encuentren el Grial, aunque no nos verán ni a él ni a mi”.

Merlín se veía bastante alegre con su adivinanza y calmadamente sopló una bocanada de humo como si el tabaco ya se hubiera descubierto.
Percival se puso de pie súbitamente. “Bueno, si soy el zoquete aquí, permítanme dejarlos”. La actitud de Merlín se suavizó un poco. “Eres lo que eres, lo cual parece ser suficientemente bueno a los ojos de Dios y suficientemente extraño en este mundo sin esperanza”, murmuró. “Toma tu lugar, por favor”.

Todavía algo disgustado, Percival aceptó la cortés invitación.
“No he venido a esta hoguera por casualidad. Estoy aquí para guiarlos hasta el Grial”, declaró Merlín. “Hay una regla imposible de desobedecer; cuando el alumno está listo, el maestro aparece. Yo puedo enseñarles lo que desean saber. Mis observaciones iniciales no fueron groseras ni místicas. Sólo deseo que despejen sus mentes y se liberen de los sueños equivocados que puedan tener acerca del objeto de su búsqueda”. Con un movimiento de la mano, Merlín redujo el círculo de fuego a un resplandor mortecino, de tal manera que era casi imposible distinguir sus rasgos a la luz del rescoldo.

Los dos caballeros lo veían como una sombra larga con una corona de cabello blanco iluminado por la Luna.
“La búsqueda cuyo trofeo es el Grial no es una aventura de aquéllas que los caballeros ignorantes anhelan emprender. Es una travesía interior, una aventura de transformación. ¿Los dos han oído hablar de eso que llaman alquimia?” Recortados como sombras contra una oscuridad todavía mayor, Percival y Galahad asintieron.

“La alquimia es el arte de la transformación”, continuó Merlín, “y sólo cuando se han completado sus siete pasos es posible obtener el Grial”.
“¿Siete pasos?”, preguntó Percival. “Entonces, después de todo el Grial sí es de oro, porque sé que los alquimistas...” “Tonterías y basura. Sabes muy poco o nada sobre ese arte y, no obstante, lo has practicado desde el día en que naciste”, replicó Merlín. “Cada bebé nace alquimista y después pierde su arte, sólo para recuperarlo posteriormente”.

Percival finalmente se dio cuenta de que el mago continuaría con las adivinanzas si él insistía en dudar de su palabra; por lo tanto, optó sabiamente por sentarse y escuchar.
“El más grande desperdicio en la existencia”, continuó Merlín, “es el desperdicio del espíritu. Cada uno de ustedes los mortales vino al mundo para buscar el Grial. Ninguno nace con más privilegios que los demás; el mago sabe que todos han sido creados para llegar a la libertad y a la realización”. “¿Acaso no soy libre ya?”, preguntó Percival.

“En el sentido más elemental, sí, puesto que no eres prisionero; pero me refiero a una libertad más profunda: la capacidad para hacer cualquier cosa que desees cuando lo desees”, replicó Merlín. “Y hay niveles todavía más profundos. Debes admitir que eres cautivo de tu pasado — tus recuerdos crean el condicionamiento que literalmente maneja tu vida. Si estuvieras libre del pasado, podrías entrar en un ámbito de posibilidades infinitas, y romper la barrera de lo conocido en cada momento.

El Grial es solamente la promesa visible de que esa perfección existe. ¿Me comprendes?”
Ahora que había entrado en materia, el mago no esperó la señal de asentimiento. “He dicho que en el camino hacia la libertad y la realización hay siete pasos de alquimia. El primero comienza con el nacimiento, otros pocos se cumplen durante la infancia, y los demás quedan en las manos de cada uno.

Dentro del plan divino, ustedes siempre están protegidos, pero a medida que crecen su voluntad y deseo propio aumentan. Cuando nacieron eran lo suficientemente puros para tomar el Grial, pero demasiado ignorantes para conocer su existencia. Como adultos conocen la meta, pero ya han cerrado el camino para llegar a ella. La concesión del libre albedrío fue lo que los llevó a perder el Grial, pero al mismo tiempo constituye el medio para recuperarlo al final”.
Temiendo las constantes objeciones de Percival, Galahad se apresuró a intervenir:

“¿Querrías enseñarnos los siete pasos?”
Merlín permitió que una sonrisa leve de reconocimiento se dibujara en sus labios antes de acceder a la petición.

1 Comment:

  1. Janeth said...
    Que bonito blog tienes Wizard, la verdad es que quede imprecionada, me encanto la historia, espero que sigas compartiendo estas hermosas leyendas de Arturo y Merlin el Mago, quien asemeja a nuestro maestro interno que todos llevamos dentro
    Besitos
    Janeth

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